Estaba cansado, ya no tenía más
fuerzas y hasta respirar le suponía un esfuerzo sobrenatural. Acababa de llegar
de su primera y última clase del día. Había decidido que a la siguiente no iba.
De hecho, era ya una costumbre des de hacia ya varias semanas. No valía la pena
malgastar aquella hora en aquella clase tan ínfimamente aburrida en la que el
profesor se dedicaba a contar batallitas de su vida en lugar de centrarse en lo
que realmente era necesario.
Prefería dedicar ese rato a escribir,
leer, formarse por su cuenta, quedar con amigos, buscarse la vida.
Pero ese día fue especial. Al
abrir la puerta de su casa se sintió terriblemente solo. Se sirvió una taza de
té que preparó la noche anterior. Para cuando se sentó a escribir vio que ya no
le quedaba más nada. Tan solo la taza con los restos de azúcar de ese té que se
había bebido en un suspiro. Mentira, más rápido que lo que se tarda en hacer un
suspiro.
Miraba al fondo de la taza y se
veía a él mismo. Se identificaba fácilmente con los pequeñísimos granos de
azúcar. Abatidos, insignificantes y que después de la taza, desaparecerían en
el desagüe.
Durante los meses que llevaba en
aquel lugar había adelgazado, aun así, no podía soportar su propio peso. Eran tantos
los problemas, los ir y venir de ideas, de ilusiones que se le pasaban por la
cabeza y que de allí no salían. Estaba ya harto de llamar puerta tras puerta y ver
como nadie le ayudaba. No encontraba trabajo, por más que buscaba. Estaba exhausto
de mirar y remirar los anuncios de los periódicos, aquellos anuncios
prometedores, que aportaban un pequeño rayo de luz a su oscuro presente
pero que, cuando llamaba para
informarse, no daba el perfil o el sitio vacante ya no lo estaba.
Se sentía tan mal. Pensaba que no
estaba aprovechando el tiempo y que no había nada que le motivara. No creía en
sí mismo, en sus propias capacidades que, si las potenciara, seguro que tendría
muchas oportunidades. La pereza y la poca autoestima se juntaban y creaban un
sinfín de emociones negativas que para nada ayudaban al pobre muchacho a salir
adelante.
Veía su futuro oscuro, incierto.
No sabía que haría mañana, ni tan solo que haría un segundo después del
presente que ya es pasado. Eran muchos los minutos, los días que había perdido
pensando, al fin i al cabo, estupideces como la de dejarlo todo, de abandonar
esta lucha que creía perdida.
Había días que se sentía tan
inferior, desgastado, cansado, derrotado, fracasado, abatido que nada ni nadie
era capaz de animarlo, de hacerle ver un poco de esperanza al final del camino.
Pensaba que todo esfuerzo era
insuficiente para salir adelante, para continuar a pié de cañón decididamente
con tal de poder lograr aquello que no sabía aún que era.
De repente, todo cambió. Un toc-toc en su puerta inesperado hizo que
todas esas penas desapareciesen. Era su amiga, había venido a visitarle. Sabía
que cuando ella venia, todo era diferente. Podía confiar en ella. Pasaban horas
y horas hablando de la vida, de sus problemas, se aconsejaban mutuamente. Siempre
había un antes y un después en esas charlas ya que los ánimos del chico volvían
a niveles más altos de los esperados.
Y si se estaba preocupando
demasiado por todo, se preguntaba. Afirmativa era la respuesta pues en verdad,
todo lo que le pasaba era que se estaba haciendo mayor, empezaba ahora a vivir
en primera persona, solo, sin nadie que le guiara.
Crecemos y no nos damos cuenta y
cuando menos nos lo esperamos, nos encontramos con problemas y revoluciones en
la mente que nos hacen pensar más de lo que hemos pensado al largo de nuestra
vida. Por qué señores, esto es crecer. Es preocuparte por el día a día, por el
futuro que nos espera. Y cuando se empieza y no se tiene experiencia,
engrandecemos aquello que en verdad es tan pequeño como los granos de azúcar de
la taza del té ya acabado.